Cuenta una leyenda oriental que diariamente un joven oraba diciendo:
“Señor, dame fuerzas para cambiar el mundo”
Ese muchacho lleno de ideales, pensaba que con poco esfuerzo podría transformar cuanto existiera a su alrededor. El percibía limitaciones, equivocaciones, bajezas y pecados, y juzgaba que al desatar su dinamismo, todo podría cambiar.
Al pasar los años, el joven de antaño llego a la edad madura; en ese momento su plegaria se había transformado en otra, más modesta, más humilde:
“Señor, dame fuerzas para cambiar a cuantos me rodean”
Y sus ambiciones eran ya más reducidas, sus ideales no habían muerto, pero el se había vuelto realista: creía, a base de experiencias, conocerse y conocer cuanto le circundaba y no se creía un héroe, pero aun sentía en su espíritu un dinamismo grande. Por eso su oración se había transformado…
Pero transcurrieron los años. El hombre ya era anciano. Una cabellera blanca coronaba su frente y el caminar se había tornado inseguro.
Entonces, de los labios, medio trémulos, empezó a brotar esta petición:
“Señor, dame fuerzas para cambiar yo mismo”
Ese hombre había llegado a la plenitud y había comprendido que mientras no cambie el corazón del hombre, todos los cambios exteriores son inoperantes. Pero cuando en lo interior de uno mismo sucede la transformación, todo lo exterior se transfigura.
Al iluminarse con una luz nueva, la relación del hombre con la Divinidad, con la Naturaleza y con los demás empieza a adquirir matices desconocidos, que hacen parecer que estamos ante el descubrimiento de un nuevo mundo…
Revela este nuevo mundo, donde el cambio eres tú y el exterior no es más que el reflejo de tu interior.